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jueves, 25 de abril de 2013

Epsilonia, el fracaso moral de la sociedad moderna (3)


 
 
El colapso del Orden Cósmico Inmutable, el descrédito de la Autoridad que mantenía la Verdad y la experiencia de la inseguridad del conocimiento sensible, fueron los factores que liberaron los impulsos del comportamiento más gregario, los originados en la voluntad de Poder, sometidos hasta el momento por una Razón práctica que se había apoyado en ese Orden para definir lo Bueno y lo Malo. Estos impulsos dieron lugar a movimientos que se expresaron, desde entonces y en los siglos siguientes, a través de continuas rebeliones y múltiples conflictos, tratando de imponer diferentes ideas, diferentes modelos para un nuevo orden y una nueva verdad, una nueva definición del Bien y del Mal.

Este cuestionamiento de la Verdad, este levantamiento contra la Autoridad que la sustentaba y transmitía, absolutamente jerarquizada, que nace en Dios y de Él la reciben emperadores, reyes y nobles en el ámbito del Poder temporal, y el Papa, obispos y clérigos en el religioso, tuvo carácter generalizado, y hasta descontrolado, afectando todos los ámbitos de la sociedad, dominándola culturalmente, desplazándola progresivamente desde el Teocentrismo medieval al Antropocentrismo que marcó todos los movimientos filosóficos y políticos que le han sucedido desde entonces.

Así, en el ámbito temporal, la materialización más relevante del cambio moral operado a partir de ese cuestionamiento y de su rebelión, se evidenciará siglos después, con el atrevimiento a justificar formalmente la violencia, incluso el homicidio, como instrumento para conseguir fines políticos. Así, a mediados del siglo XVII, Locke, filósofo empirista inglés políticamente opuesto al absolutismo, legitimó, dando soporte filosófico a la pretensión de que el fin justifica los medios, la ejecución del rey absolutista Carlos I de Inglaterra, hecho necesario para la llegada al Poder de un rey parlamentarista, afín a las ideas del filósofo. En el siglo XVIII, la rebelión de las colonias americanas contra el rey de Inglaterra y su independencia como Estados Unidos de América, demostró de nuevo que el poder de los reyes no es inquebrantable y que puede existir un estado sin monarquía. Este contagio provocó en Francia una horrible guerra civil y poco a poco fue extendiéndose por muchas colonias europeas en los dos siglos siguientes, sembrados de conflictos bélicos de carácter independentista.

En el ámbito religioso, en el siglo XVI, el ejemplo más ilustrativo, la rebelión, el enfrentamiento directo de Lutero frente a la autoridad de la Iglesia, dando lugar al cisma protestante, una Iglesia reformada que no admite la autoridad del Papa ni de los Concilios y defiende una interpretación individual y libre de la Biblia.

Con el paso de los siglos, la rebelión que se había iniciado contra la autoridad de los hombres que representaban a Dios en la Tierra, terminaría siendo contra la del mismo Dios. Así, a finales del siglo XIX, Nietzsche llegará a afirmar que “Dios ha muerto” y que el hombre es el nuevo dios, un dios terrenal que se vale de la voluntad de poder para imponer su ley a los demás.

En el campo moral, también resultó de suma importancia el ejercicio de “tanteo y retracto” extendido a las graves transgresiones de la Moral objetiva derivada de la Verdad absoluta. Dicho ejercicio condujo a la experiencia de que “no pasa nada” por ello, antes bien, se obtenían beneficios.  Se había hecho, y sin consecuencias, lo que no se había podido ni plantear antes por ser contrario al mismo Dios, y, por tanto,  merecedor seguro de catástrofes universales... Se experimentó, sin embargo, que es posible arrebatar el Poder y matar al soberano, que es posible enfrentarse a la Iglesia y construir otra nueva... Y no sobreviene ningún cataclismo, no pasa nada que no sean las propias consecuencias de los enfrentamientos, no pasa nada excepto que la Moral objetiva inicia su derrumbe, y la conciencia, consecuentemente, su declive. Porque sólo una fuente de moralidad externa a mí, es decir, objetiva, puede fijar un Bien y un Mal que no cambian según mis intereses. Por el contrario, una moralidad subjetiva, en la que el hombre define lo bueno y lo malo, es, inevitablemente, cambiante y dependiente de sus intereses y conveniencias circunstanciales. Difícilmente proporcionará fuerza suficiente a los individuos para superar y soportar consecuencias adversas derivadas del cumplimiento del deber, del compromiso, de la fidelidad, de la lealtad y del sacrificio. En definitiva, sin fundamento externo, la moral subjetiva desciende hasta el punto en el que el motor de los actos humanos se reduce al interés o conveniencia, al deseo y la apetencia, al placer y al disfrute: El “ego” es el centro de todo y  todo se instrumentaliza para su beneficio. El Antropocentrismo conduce progresivamente al egoísmo como fundamento y perspectiva de las relaciones interpersonales. La Moral objetiva exige de mí un comportamiento con arreglo a unos principios, la moral subjetiva termina siendo, simplemente, la justificación de lo que hago. Es decir, la moral subjetiva desemboca con el tiempo en la amoralidad, en la eliminación del Bien y del Mal, del sentido del deber y la obligación, sustituyéndolo por lo que me conviene y me hace disfrutar. Y sin Moral, la conciencia queda reducida a una estructura vacía e inoperante, y la libertad, también. Es sólo cuestión de tiempo.

El hombre post-medieval se enfrentó a un dilema: Asumir una Moral objetiva y exigente necesitaba el soporte de una Verdad de la que ya no tenía pruebas tangibles, de la que había empezado a dudar, comprobando que, además, cuando se atrevió a incumplirla y vulnerarla gravemente para su provecho, no había pasado nada. Sólo le quedaba el apoyo en una Fe y una Tradición que le explicaban la Verdad revelada por Dios,  una Fe que sitúa el destino humano en una vida eterna tras una resurrección, fuera de este mundo temporal, en la que hay Cielo e Infierno, transmitida por aquellos que le habían explicado el Orden Cósmico Inmutable que acababa de colapsar, revelándose falso por la propia razón humana.

La Edad Media había terminado, cronológica y filosóficamente.

 
III
 

RAZÓN, FE Y EXPERIENCIA VITAL

 
Tras el colapso del empeño unificador de las verdades conocidas por Razón y Fe en la Europa medieval cristiana, ¿quedó algo más que la Fe recibida y transmitida por la Tradición cristiana y el testimonio que de ella dieron muchos, como soporte y prueba de la Verdad revelada que promete una vida eterna, ajena al tiempo, tras la resurrección de los muertos, en la que habrá Cielo e Infierno, Paraíso y Condenación, como premio o castigo de los actos, intenciones y decisiones de nuestra vida terrena, conformes o no a la voluntad divina?

Ciertamente, para cualquier ser humano, la veracidad de la gran mayoría del conocimiento que adquiere en su vida no procede de la propia experiencia, sino de creencias que descansan en la autoridad de quienes se lo transmiten. Es imposible que una persona pueda, por sí sola, demostrar experimentando todo lo que aprende, sino que acude al estudio para incorporar el conocimiento de otros y apoyarse en él, en la confianza de su veracidad por venir de quien viene, por la autoridad que le reconoce. Todos tenemos multitud de “postulados” sobre los que se asienta nuestro conocimiento, sobre los que lo construímos.

En los asuntos de la razón teórica, es decir, del conocimiento de la realidad del mundo, este apoyo en el testimonio de otros es más fácil, pues es menos comprometido desde el punto de vista personal. En el fondo, a mí me da lo mismo que existan, o no, protones y electrones, a los que nunca veré personalmente. Ahora bien, en las materias de la razón práctica, la que se emplea en las decisiones y actos de nuestra vida... la aceptación del testimonio de otros como base moral de nuestra propia conducta tiene mayores consecuencias sobre uno mismo, sobre la propia felicidad posible, ya que define el sentido del deber y valora nuestros vínculos personales.

Sin embargo, para el individuo post-medieval, la experiencia vital del infortunio, de la penuria, de la frustración ante las adversidades y de la injusticia, estimulaba grandemente una percepción interior de la dimensión sobrenatural de la realidad del hombre y del mundo, que asentaba y mantenía, mediante la esperanza, la Fe cristiana y sus preceptos morales, como postulados de la razón práctica para decidir sobre sus actos.

De modo que la experiencia de las duras condiciones de la vida fue el sostén que apuntaló la bóveda del Orden Inmutable cuando se precipitó en el vacío el pilar del conocimiento humano, el puente que permitió salvar el abismo abierto entre la dimensión física y la espiritual de la única realidad humana completa.

Pero este puntal fue provisional  y cedió a medida que el avance científico iba propiciando un desarrollo tecnológico y unas técnicas que fueron suavizando progresivamente las condiciones de vida, haciéndola cada vez más fácil, menos expuesta, más segura, induciendo en el hombre europeo renacentista y post-renacentista un sentimiento de autosuficiencia creciente, de confianza en la propia capacidad; promoviendo una vida más cómoda y con una menor dependencia de los demás, menores sufrimiento, esfuerzo y sacrificio; permitiendo un mayor disfrute de los placeres terrenales. Siglos después, tras la declaración de “la muerte de Dios”, el hombre se dirá a sí mismo que no necesita ninguna vida eterna en el Cielo, pues el Paraíso se lo puede construir a sí mismo en la Tierra, erradicando con su ciencia el sufrimiento, el sacrificio y todo aquello que le moleste, le limite o incomode, adoptando como principio ético que “el fin justifica los medios” y disfrutando de su vitalismo al máximo, en toda la extensión de sus sentidos, con toda su fuerza y su voluntad de poder, en toda plenitud de facultades físicas y mentales, gracias a esa ciencia, y cuando aparezcan los primeros indicios de la decrepitud, fundirse en la materia y desaparecer.

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Y como siempre, hasta el próximo artículo, si Dios quiere.

Winston Smith


Imagen tomada de contraquerencia.blogspot.com 


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