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domingo, 18 de diciembre de 2011

¿Hay salida para la crisis?

Según los datos oficiales en España ya hay cerca de 5,0 millones de desempleados. Si en tiempos de bonanza económica se creaban alrededor de 400.000 empleos anuales, ¿cómo se podrá absorber este inmenso contingente de personas que han caído fuera de la “rueda económica”?

Y, sin embargo, he aquí la gran contradicción de nuestro mundo: millones de seres humanos necesitan lo que nuestros parados saben hacer...

Mis lectores ya saben que creo que no estamos ante una crisis coyuntural, sino ante el fracaso de un modo de vivir , en el que el egoismo es el supremo valor. Y he aquí el reto que se presenta delante de nosotros: cambiarlo por otro en el que la solidaridad sea la base de las relaciones humanas a escala planetaria.

Hace unos días recibimos en nuestro buzón un juego de cables que mi esposa pidió por internet para conectar el ordenador a otros dispositivos y a la TV. Pagué unos 3 euros, gastos de envío incluidos: producto fabricado y expedido en China. En un centro comercial próximo, uno sólo de ellos, (eran dos), costaba 15 €.

Y esto me llevó a pensar que la mayor parte de los habitantes del planeta, los que viven en el 2º y 3º mundos, no pueden comprar los bienes y productos que nosotros fabricamos, pero nosotros adquirimos a precios de saldo los que ellos hacen.

La supremacía tecnológica europea y norte-americana ha sido la herramienta que ha fortalecido enormemente sus monedas, dólares y euros, que son apreciadas, deseadas y valiosas en todo el mundo, porque permiten o han permitido adquirir bienes que todos quieren o necesitan pero que muchos son incapaces de producir.

Tres cuartas partes del mundo compran o piden prestado a Occidente dinero, dólares y euros, a cambio de sus materias primas y sus productos elaborados, grandemente depreciados porque sus monedas prácticamente no tienen valor alguno para nosotros.

Y con estas materias primas, (maderas, productos vegetales, minerales, ...), los sistemas productivos occidentales fabrican bienes en los que el valor añadido por éstos es la parte más importante del precio y la materia prima tercermundista, la residual. Es así como una hora de trabajo nuestra vale por muchas horas de trabajo de un trabajador en un país subdesarrollado, y es así como nuestra riqueza es su pobreza.

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Desigualdades entre ricos y pobres tan enormes como las que hoy hay entre nosotros, (todos nosotros), y ellos, (los del tercer mundo), no han existido jamás en la historia del hombre sobre la Tierra. Desde luego, incomparablemente mayores que las que habría entre nobles y plebeyos en la Europa anterior a la revolución francesa. Porque si la pobreza y la miseria, con su cohorte de hambre, ignorancia y enfermedades, son siempre las mismas, sean las de los pobres tercermundistas de hoy o las de los plebeyos de entonces, la riqueza de los ciudadanos europeos y norteamericanos de hoy no tiene parangón con la de los ricos de entonces. Hoy, aunque otros ciudadanos del mundo pasen hambre o sed, cualquier ciudadano occidental medio disfruta de agua, gas y electricidad en su propio domicilio, coche, calefacción, aire acondicionado, hospitales, escuelas, carreteras, viajes en trenes y aviones, ... Ni el mismo monarca Luis XVI, ni el más grande de sus nobles pudo ni siquiera imaginar algo así.

Dentro de las fronteras de nuestro club privilegiado, o club de usar y tirar, muchos jóvenes que ni siquiera trabajan disponen, cada fin de semana, de coche y combustible para recorrer los lugares de ambiente y vida nocturna, mientras fuera de club son muchos los que recorren kilómetros a pie a diario, para llevar agua potable a sus familias y gastan en una noche de movida más de lo que muchas familias pueden dedicar a comer varios días.

En el club los hospitales atienden las “intoxicaciones etílicas”, (eufemismo de borrachera), en las botellonas de “finde” y fuera de él muchos se mueren de tifus o tétanos o gastroenteritis por falta de atención médica.

En el club sus habitantes van al cine y, además de pagar la entrada, se gastan 5 ó 6 euros en un paquete de humildes palomitas. Fuera hay quien trabaja muchas horas y días para conseguir ese dinero y sobrevivir.

Los dos últimos siglos han puesto de manifiesto que las pretensiones de los que decían rebelarse por la igualdad entre nobles y plebeyos no querían otra cosa que cambiar de  bando. Ahora, los límites entre esa nobleza privilegiada y la plebe son las fronteras de Occidente, y no oigo a ningún heredero ideológico de aquella revolución reclamar una Seguridad Social y una Educación obligatoria a escala planetaria, financiada con impuestos progresivos también planetarios, en los que los que más ganen más paguen, del mismo modo que hay regiones europeas expertas en demostrar año tras año que son más pobres que las otras y reclaman de ellas “fondos de cohesión” y de “compensación inter-territorial”. Sin embargo, este criterio sólo es de aplicación dentro del club de los ricos.

Sólo los ciudadanos de este club del despilfarro podemos pagar los precios de nuestros propios productos. Por eso hemos desarrollado el consumismo, la economía del usar y tirar, la cultura de “lo nuevo”, siempre mejor que lo antiguo no por ser más bueno, sino por ser más nuevo. El objetivo es comprar y tirar cuanto antes para renovar lo adquirido a la mayor brevedad. Y así compramos y tiramos en muy poco tiempo electrodomésticos, ordenadores, teléfonos, coches... y un sinfín de productos, en una insensata rueda que malgasta energía y recursos para mantener la actividad de los ciudadanos del mundo rico, nuestro mundo.

Sin embargo, parece que este loco consumismo desaforado, derrochador de todo tipo de recursos, este insostenible ciclo de fabricar para tirar, ya no resulta suficiente para mantener nuestro empleo. Como señalaba al principio, tres cuartas partes de los habitantes del mundo desean o necesitan lo que sólo una cuarta parte sabe y puede producir, y en esta cuarta parte muchos de sus ciudadanos están saliendo del sistema productivo creando enormes bolsas de paro que anticipan una creciente desigualdad también dentro del club del despilfarro, una aspecto más de esta crisis que nos envuelve y que puede ser el principio del fin histórico de una cultura, la nuestra, que, de no encontrar salida, se colapsará y quedará en el recuerdo histórico, donde hoy están otras como el egipcia, la babilónica, la persa y la helena.

En este contexto decadente los países con supremacía científica harán valer su tecnología para mantener sus privilegios, porque impondrán a todos los demás el precio que necesiten para ello a los productos que sólo ellos podrán hacer. Pero ése no es nuestro caso, el de España, país fronterizo entre el mundo rico y el pobre. Nosotros sólo hemos aprendido a ser ricos, pero la riqueza pasada la hemos malgastado porque la hemos empleado en vivir como “cigarras” y no hemos querido desarrollar la laboriosidad de las “hormigas”, aprovechando los años de “vacas gordas” para crear una cultura del esfuerzo y del trabajo bien hecho que pudiera situarnos ahora en una mejor posición de cara a la innovación tecnológica. Antes bien, instalados en el bienestar y la autocomplacencia, sólo hemos aprendido a tener derechos y nos hemos olvidado de las obligaciones. Ahora recogemos los frutos amargos de esta actitud.

Salvo en casos muy puntuales de poquísimos países incluidos en la primeras líneas del párrafo anterior, a la mayoría nos será muy difícil, si no imposible, resolver la crisis de forma individual. Sin embargo, abordándola conjuntamente desde una perspectiva planetaria, ricos y pobres, creo que tenemos una posibilidad de salir de ella creando a la vez un mundo más humano y justo. Mi esperanza sintoniza con las palabras de Benedicto XVI en la carta encíclica “Caritas in Veritate”, cuando en su párrafo 27 dice:

27 “...Es importante destacar, además, que la vía solidaria hacia el desarrollo de los países pobres puede ser un proyecto de solución de la crisis global actual, como lo han intuido en los últimos tiempos hombres políticos y responsables de instituciones internacionales. Apoyando a los países económicamente pobres mediante planes de financiación inspirados en la solidaridad, con el fin de que ellos mismos puedan satisfacer las necesidades de bienes de consumo y desarrollo de los propios ciudadanos, no sólo se puede producir un verdadero crecimiento económico, sino que se puede contribuir también a sostener la capacidad productiva de los países ricos, que corre peligro de quedar comprometida por la crisis.”

Crecer y crecer en el consumismo desaforado del estado del privilegio, que no del bienestar, nos está acercando a un callejón sin salida a escala mundial, al menos para nosotros, anticipando el relevo de civilizaciones que arrinconará en la historia nuestra sociedad como una reliquia del pasado.

La salida pasa por la renuncia. Ha llegado el momento de renuciar a muchos de nuestros privilegios y basar nuestra economía en criterios solidarios, de modo que los pobres puedan adquirir nuestros productos y todos caminemos hacia un mundo más justo, más humano y equitativo.

Inexorablemente, tendremos que trabajar más y ganar menos, para que otros se acerquen a nosotros.

El que da recibe, a la larga, ciento por uno. Nada puede brindar una economía más estable y sostenida que el desarrollo de los países pobres, de modo que ellos también puedan comprar nuestros zapatos, herramientas y electrodomésticos, porque el mundo es grande y muchos son sus habitantes.

Mantengamos la esperanza y la ilusión en un mundo nuevo y mejor y que Dios nos ayude a conseguir este reto.

Por eso hay que pensar, hay que creer...

Que la Navidad, el recuerdo del Hijo de Dios voluntariamente hecho hombre y compartiendo con nosotros angustia, dolor y miedo por pura generosidad y amor, nos haga reflexionar que el camino de la Resurrección continua detrás de la crisis, del aparente fracaso de la muerte, cuando nos entregamos generosamente a los demás.

Hasta el próximo artículo, si Dios quiere.

Les deseo una muy Feliz Navidad.

Winston Smith