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viernes, 8 de marzo de 2013

Epsilonia, el fracaso moral de la sociedad moderna (I)

Queridos lectores anónimos, a quienes nunca conoceré, ni me conoceréis, que sólo tenéis una existencia virtual numerada por un contador de visitas, errantes navegantes en el mar de internet, os traigo un nuevo ensayo moral por entregas que inicio hoy.

Epsilonia es la historia de un mundo fracasado, en el que los hombres, otrora orgullosos, cambiaron deber por sumisión, autoridad por poder, amor por libertad, principios por placer, y perdieron la conciencia; un destino sórdido tras un camino aparente, en el que el alma se encoge, la voluntad se aliena sometida a un engendro y el hombre se deshumaniza; un túnel oscuro del que sólo se sale volviendo hacia atrás. Bienvenido a Epsilonia, donde reinan el nihilismo y la insignificancia.


EL COLAPSO DEL ORDEN CÓSMICO INMUTABLE MEDIEVAL

 I
 

En los alrededores del siglo V, el Imperio Romano de Occidente se ha desmoronado. El Cristianismo, que fuera promovido como religión oficial un siglo antes y que domina culturalmente los restos del Imperio y también a los pueblos invasores germánicos, establece las bases para la construcción de un mundo diferente, cimentado sólidamente en el pensamiento cristiano. San Agustín había sido el constructor de este pensamiento, realizando la primera gran conciliación entre Cristianismo y Filosofía, Fe y Razón, bajo una marcada influencia del idealismo platónico, como vía necesaria y preferente hacia el conocimiento.

En cuanto al desarrollo científico, la capacidad de observación y la experiencia del mundo físico, con instrumentos y técnicas muy rudimentarios aún, estaban  reducidas a las percepciones recibidas por los meros sentidos, que no son capaces de proporcionar un conocimiento fiable y sólido. En contraposición, el mundo de las ideas, de las realidades inmutables que no perecen, puede ser accesible al hombre a través de la Razón, orientada y guiada por la Fe, en su búsqueda de la Verdad. Pensar y creer son dos facetas inseparables en el hombre íntegro, y el camino hacia el conocimiento superior, el de las verdades eternas donde confluyen Razón y Fe, se inicia con la experiencia interior, pues es en el interior de uno mismo donde se encuentran la verdad y la máxima realidad: Dios, aunque únicamente puede conocerlas si recibe una iluminación divina.

Había nacido la Edad Media.

Los siglos de la Alta Edad Media van transcurriendo y la Razón va aumentando su valoración a medida que, muy lentamente, el conocimiento científico avanza, y con él unas aplicaciones tecnológicas que tímidamente empiezan a facilitar los trabajos de la vida ordinaria. Un avance que se va produciendo a partir de la observación del mundo físico, de las cosas materiales que, como todo lo terrenal, habían sido vistas como cosas perecederas y un obstáculo para lo más elevado y celestial, en un mundo rudo, difícil, penoso, trabajoso y peligroso.

En el siglo XIII, la Escolástica y Santo Tomás de Aquino cristianizan la filosofía racionalista artistotélica, su lógica, su Física y su concepción del universo, una filosofía que niega el sublime mundo de las ideas para afirmar una única realidad: La de los seres concretos que existen, compuestos de materia y forma, y que puedo conocer a través de los sentidos, extraer con mi razón sus características y formar ideas que consolidan un conocimiento objetivo y universal. El hombre europeo, satisfecho y crecido en su razón, retándose a sí mismo, de forma decicida, al conocimiento y dominio del mundo material que le rodea, de la Naturaleza. Esta cristianización logró una gran armonía entre Fe y Razón, sobre la base de que no puede haber contradicción real entre ambas porque la verdad es única y se fundamenta en Dios, de modo que si la razón llega a una conclusión distinta de la Fe, ésta tiene la última palabra y aquélla ha debido cometer algún error en su proceder.

Con estas premisas e integrando el conocimiento sensible, el racional y el revelado, el motor cultural de la época construye un orden cósmico estable e inmutable en sus leyes y en las relaciones causales de los fenómenos naturales y de los cuerpos celestes, consecuencia y reflejo de un orden sobrenatural eterno. A imagen de ambos, el hombre establece un orden propio, un orden humano en el que su vida y sus aconteceres, sus limitaciones, la injusticia y la justicia, el sufrimiento, su alegría y su esperanza, todo tiene un sentido y un destino, la vida eterna; un orden estable basado en una autoridad jerarquizada, el rey y los nobles feudales, que nace y procede de Dios, en quien tanto lo temporal como lo trascendente tienen su centro y se sustentan. Un orden teocéntrico, con una Moral objetiva, absoluta y compartida por todos, basada en los Mandamientos divinos, que cohesiona fuertemente a los individuos, imponiéndoles un deber de obediencia y respeto a las autoridades, por un lado, y, por otro, unas obligaciones de renuncia del “yo” en aras de una fuerte vinculación con “los otros”, el prójimo, familiar o no, a quien necesito continuamente para la supervivencia, en un entorno difícil, incierto e incluso peligroso y hostil, y con unos recursos técnicos aún muy limitados.

Todo el espacio cultural del Medievo está construído sobre este orden universal súper-estable y confiado, soportado, como una bóveda, en esos tres robustos pilares mencionados que, apoyándose mutuamente, se reparten entre sí las cargas de la estabilidad del conjunto: el conocimiento sensible, el racional y el revelado, plenamente coherentes, integrados y mutuamente complementarios, dando un sentido pleno a la vida, al tiempo y al Universo, y definiendo un principio y un fin para todo lo que existe: Dios.

Pero, inevitablemente, la bóveda iba a derrumbarse antes o después, por el soporte más débil, la esencial inestabilidad del conocimiento racional, a medida que otros hombres de ciencia fueran desacreditando, por falsos, los modelos de la Física de Aristóteles. En la mentalidad escolástica, la Verdad, si lo es, sólo puede ser una e inmutable, y, por tanto, el conocimiento de las verdades accesibles a la Razón podrá requerir más o menos tiempo, pero una vez conocidas, también serán inmutables si forman parte de la Verdad.

La falta de experiencia y la ignorancia de la esencial provisionalidad del conocimiento científico, siempre sucediéndose a sí mismo en nuevas hipótesis que desplazan a las anteriores, su marcado carácter inductivo, y por tanto imperfecto, pues llega a conocer el “porqué” repetitivo y condicionado sin llegar a saber el“cómo”, y la falta de consideración suficiente del hecho de que en cada respuesta que la ciencia encuentra descubre a su vez una nueva pregunta, son los factores que habían permitido otorgar el atributo de absoluto a las verdades del racionalismo aristotélico y su participación del mismo rango que la Verdad revelada. El empeño del maridaje entre revelación y ese racionalismo, forzando un encaje recíproco tan perfecto como innecesario, y el lógico protagonismo de la autoridad eclesial en su desarrollo, por un lado, portadora única de la Verdad revelada, y por otro, por su indudable liderazgo en la Filosofía y cultura medievales, lograron, indudablemente y mientras duró, un refuerzo de la Fe desde la Razón, pero también hicieron que aquélla se soportara, indebidamente, en la debilidad de un conocimiento racional tremendamente limitado y excesivamente ignorante, demasiado supeditado a la apariencia e imprecisión de la información de la realidad que recibimos de nuestros sentidos, un conocimiento esclavo del sentido común, de lo intuitivo, de “lo que parece”, incapaz de penetrar en “lo que es”. Un conocimiento, en definitiva, que no era sólido ni de fiar, y que podía ser falso...

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Aquí os dejo por hoy.
 
Hasta el próximo artículo, si Dios quiere.
 
Winston Smith
 
 
Imagen tomada de http://timerime.com/en/event/1226975/aristoteles+384+a+C++322+a+C/

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