Epsilonia es la historia de un mundo fracasado, en el que los hombres, otrora orgullosos, cambiaron deber por sumisión, autoridad por poder, amor por libertad, principios por placer, y perdieron la conciencia; un destino sórdido tras un camino aparente, en el que el alma se encoge, la voluntad se aliena sometida a un engendro y el hombre se deshumaniza; un túnel oscuro del que sólo se sale volviendo hacia atrás. Bienvenido a Epsilonia, donde reinan el nihilismo y la insignificancia.
EL COLAPSO DEL ORDEN CÓSMICO INMUTABLE MEDIEVAL
En los alrededores del siglo V, el Imperio Romano
de Occidente se ha desmoronado. El Cristianismo, que fuera promovido como
religión oficial un siglo antes y que domina culturalmente los restos del
Imperio y también a los pueblos invasores germánicos, establece las bases para
la construcción de un mundo diferente, cimentado sólidamente en el pensamiento
cristiano. San Agustín había sido el constructor de este pensamiento,
realizando la primera gran conciliación entre Cristianismo y Filosofía, Fe y
Razón, bajo una marcada influencia del idealismo platónico, como vía necesaria
y preferente hacia el conocimiento.
En cuanto al desarrollo científico, la capacidad
de observación y la experiencia del mundo físico, con instrumentos y técnicas
muy rudimentarios aún, estaban reducidas
a las percepciones recibidas por los meros sentidos, que no son capaces de
proporcionar un conocimiento fiable y sólido. En contraposición, el mundo de
las ideas, de las realidades inmutables que no perecen, puede ser accesible al
hombre a través de la Razón, orientada y guiada por la Fe, en su búsqueda de la
Verdad. Pensar y creer son dos facetas inseparables en el hombre íntegro, y el
camino hacia el conocimiento superior, el de las verdades eternas donde
confluyen Razón y Fe, se inicia con la experiencia interior, pues es en el
interior de uno mismo donde se encuentran la verdad y la máxima realidad: Dios,
aunque únicamente puede conocerlas si recibe una iluminación divina.
Había nacido la Edad Media.
Los siglos de la Alta Edad Media van transcurriendo
y la Razón va aumentando su valoración a medida que, muy lentamente, el
conocimiento científico avanza, y con él unas aplicaciones tecnológicas que
tímidamente empiezan a facilitar los trabajos de la vida ordinaria. Un avance
que se va produciendo a partir de la observación del mundo físico, de las cosas
materiales que, como todo lo terrenal, habían sido vistas como cosas
perecederas y un obstáculo para lo más elevado y celestial, en un mundo rudo,
difícil, penoso, trabajoso y peligroso.
En el siglo XIII, la Escolástica y Santo Tomás de
Aquino cristianizan la filosofía racionalista artistotélica, su lógica, su
Física y su concepción del universo, una filosofía que niega el sublime mundo
de las ideas para afirmar una única realidad: La de los seres concretos que
existen, compuestos de materia y forma, y que puedo conocer a través de los
sentidos, extraer con mi razón sus características y formar ideas que
consolidan un conocimiento objetivo y universal. El hombre europeo, satisfecho
y crecido en su razón, retándose a sí mismo, de forma decicida, al conocimiento
y dominio del mundo material que le rodea, de la Naturaleza. Esta
cristianización logró una gran armonía entre Fe y Razón, sobre la base de que
no puede haber contradicción real entre ambas porque la verdad es única y se
fundamenta en Dios, de modo que si la razón llega a una conclusión distinta de
la Fe, ésta tiene la última palabra y aquélla ha debido cometer algún error en
su proceder.
Con estas premisas e integrando el conocimiento
sensible, el racional y el revelado, el motor cultural de la época construye un
orden cósmico estable e inmutable en sus leyes y en las relaciones causales de
los fenómenos naturales y de los cuerpos celestes, consecuencia y reflejo de un
orden sobrenatural eterno. A imagen de ambos, el hombre establece un orden
propio, un orden humano en el que su vida y sus aconteceres, sus limitaciones, la
injusticia y la justicia, el sufrimiento, su alegría y su esperanza, todo tiene
un sentido y un destino, la vida eterna; un orden estable basado en una
autoridad jerarquizada, el rey y los nobles feudales, que nace y procede de
Dios, en quien tanto lo temporal como lo trascendente tienen su centro y se
sustentan. Un orden teocéntrico, con
una Moral objetiva, absoluta y compartida por todos, basada en los Mandamientos
divinos, que cohesiona fuertemente a los individuos, imponiéndoles un deber de
obediencia y respeto a las autoridades, por un lado, y, por otro, unas
obligaciones de renuncia del “yo” en aras de una fuerte vinculación con “los
otros”, el prójimo, familiar o no, a quien necesito continuamente para la
supervivencia, en un entorno difícil, incierto e incluso peligroso y hostil, y
con unos recursos técnicos aún muy limitados.
Todo el espacio cultural del Medievo está construído
sobre este orden universal súper-estable y confiado, soportado, como una
bóveda, en esos tres robustos pilares mencionados que, apoyándose mutuamente,
se reparten entre sí las cargas de la estabilidad del conjunto: el conocimiento
sensible, el racional y el revelado, plenamente coherentes, integrados y
mutuamente complementarios, dando un sentido pleno a la vida, al tiempo y al
Universo, y definiendo un principio y un fin para todo lo que existe: Dios.
Pero, inevitablemente, la bóveda iba a derrumbarse
antes o después, por el soporte más débil, la esencial inestabilidad del
conocimiento racional, a medida que otros hombres de ciencia fueran
desacreditando, por falsos, los modelos de la Física de Aristóteles. En la
mentalidad escolástica, la Verdad, si lo es, sólo puede ser una e inmutable, y,
por tanto, el conocimiento de las verdades accesibles a la Razón podrá requerir
más o menos tiempo, pero una vez conocidas, también serán inmutables si forman
parte de la Verdad.
La falta de experiencia y la ignorancia de la
esencial provisionalidad del conocimiento científico, siempre sucediéndose a sí
mismo en nuevas hipótesis que desplazan a las anteriores, su marcado carácter
inductivo, y por tanto imperfecto, pues llega a conocer el “porqué” repetitivo y condicionado sin
llegar a saber el“cómo”, y la falta
de consideración suficiente del hecho de que en cada respuesta que la ciencia
encuentra descubre a su vez una nueva pregunta, son los factores que habían permitido
otorgar el atributo de absoluto a las verdades del racionalismo aristotélico y
su participación del mismo rango que la Verdad revelada. El empeño del maridaje
entre revelación y ese racionalismo, forzando un encaje recíproco tan perfecto
como innecesario, y el lógico protagonismo de la autoridad eclesial en su
desarrollo, por un lado, portadora única de la Verdad revelada, y por otro, por
su indudable liderazgo en la Filosofía y cultura medievales, lograron,
indudablemente y mientras duró, un refuerzo de la Fe desde la Razón, pero
también hicieron que aquélla se soportara, indebidamente, en la debilidad de un
conocimiento racional tremendamente limitado y excesivamente ignorante,
demasiado supeditado a la apariencia e imprecisión de la información de la
realidad que recibimos de nuestros sentidos, un conocimiento esclavo del
sentido común, de lo intuitivo, de “lo
que parece”, incapaz de penetrar en “lo
que es”. Un conocimiento, en definitiva, que no era sólido ni de fiar, y
que podía ser falso...
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Aquí os dejo por hoy.
Hasta el próximo artículo, si Dios quiere.
Winston Smith
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