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martes, 5 de julio de 2011

El matrimonio civil ha muerto.

Últimamente, y cada vez más, vengo enterándome de hechos que al principio me resultaban insólitos, pero en los que ahora claramente veo las consecuencias de una legislación que con tanta facilidad permite romper, incluso unilateralmente, un matrimonio, sin límite de tiempo, razón y circunstancia; que tan exiguos derechos le otorga como base de una familia y que impone su equiparación con cualquier tipo de unión que incluya práctica sexual. El efecto pedagógico de todas estas leyes no ha hecho otra cosa que destruir la institución matrimonial civil, convirtiéndola en el vínculo contractual menos relevante, el más fácil de incumplir, burlar y traicionar, el que menos indemnizaciones exige por su vulneración. En definitiva, el matrimonio civil ha muerto, o mejor dicho, lo han matado. El compromiso de fidelidad, la promesa dada y recibida, han sido depreciados de tal modo que el matrimonio civil ha perdido todo el valor, la trascendencia y el significado que tuviera cuando estaba inspirado en el modelo matrimonial cristiano.

Pero, no por ello se han revalorizado las uniones equiparadas. Tampoco la libertad destructiva ha elevado las cotas de felicidad de cónyuges y ex-cónyuges, sino que ha envenenado su relación propiciando el desamor, la desconfianza y el desengaño,  promoviendo la ruptura antes que la reconciliación y creando una cultura de relaciones de “usar y tirar”.

Las políticas insensatas de la ideopatología dominante respecto del matrimonio han sido tan de “tierra quemada”, que hoy día, casarse conlleva más perjuicios que mantenerse soltero.

En las últimas semanas he conocido varios casos significativos. Sabía que un compañero de trabajo había tenido su segundo hijo no hace mucho, pero no sabía que él y su mujer no estaban casados. La razón, si se casan la mujer pierde la consideración de madre soltera y con ello la preferencia a tener a sus hijos en el colegio que ambos desean para ellos.

Otro ejemplo. Por ciertas razones tuve que localizar a la propietaria de un piso. Cuando la conocí, tiempo atrás, vivía sola con una hija adolescente. No sé si era divorciada o madre soltera, pero ahora tenía un “novio”, según decía ella misma. Últimamente había perdido su empleo y decidió irse a vivir con el “novio”, llevándose a su hija con ella. Según parece no les va mal en su vida “matrimonial”, pero no piensan casarse, porque siendo ella madre soltera o divorciada con hijo, tiene una ayuda económica mensual de 400 o 500 euros que perderá si se casa.

Y otro más. Hace algún tiempo me sorprendí al saber que un conocido, trabajador en una buena empresa y con un buen sueldo,  había solicitado en el Ayuntamiento la adjudicación de una “vivienda social” y estaba a la espera . ¡Imposible!, pensaba para mí, con su nivel de ingresos no pueden dársela. Claro, que me olvidaba de su mujer... Ahora están a punto de tener un hijo y, a efectos legales, la “familia uniparental” de su mujer supondrá un jugoso lote de puntos y ayudas que perderán si se casan...

Queda, pues, claro que el matrimonio civil es papel mojado y cualquier otra situación recibe más beneficios de las leyes.

Pero la diferencia de trato no acaba ahí, porque ningún Estado “hace magia” con el dinero o la riqueza, de modo que las ayudas o subvenciones que concede por ley a algunos grupos de población son directa o indirectamente financiadas por el resto, lo que significa que los matrimonios civiles costean con sus impuestos toda una pléyade de dádivas que precisamente favorecen la extinción de la institución matrimonial que ellos representan, beneficiando que las parejas no contraigan matrimonio civil. Hoy, en nuestra sociedad hay que pagar peaje por estar casados.

Cuando hasta la saciedad nos dicen que el Estado debe respetar la libertad de los ciudadanos para elegir el modelo de convivencia y “familiar” que deseen y que, no puede admitir “discriminación” entre ellos, no deja de ser irónico que los modelos “no matrimoniales” reciban ayudas y los matrimoniales no, cuando todos se sustentan en la libertad de los individuos y según las leyes son todos supuestamente iguales. En consecuencia con la ley, todo este conjunto de beneficios legales a las formas de convivencia no matrimoniales son, realmente, un ejercicio de favoritismo puro y duro, una muestra de que el Poder político ha optado por ellas, o, mejor dicho, está empeñado en dilapidar el matrimonio y, entre otras vías, emplea la financiación de los modelos alternativos. En suma, nuestros gobernantes privilegian los estados no matrimoniales sobre los matrimonios, y, además, lo hacen con los impuestos que éstos pagan.

El único modo de entender la adjudicación de tales ayudas sería reconocer que cualquier modelo “no matrimonial” es necesariamente incompleto, inestable y con poca capacidad de salir adelante por sí mismo, poco viable en definitiva, por lo que estaría necesitado de ayuda pública. Pero entonces, hay una total falta de coherencia en esas leyes que pretenden que estos modelos son equiparables al matrimonio y la familia de inspiración cristriana.

Un estado no debe mostrar neutralidad o indiferencia respecto de elementos y conductas que configuran el bien público en el presente y en el futuro, antes bien, debe hacer una opción preferente por ellos y promoverlos, aunque existieran otros comportamientos que no estuvieran penalizados por las leyes. Y esto no es “disciriminatorio”, es, simplemente, un criterio básico de supervivencia.

El matrimonio civil y la familia inspirados en el modelo cristiano, de sobra han demostrado ser el ámbito más favorable para la crianza de los hijos. Pero con una legislación que ha dejado el matrimonio civil devaluado y moribundo, la tasa de natalidad está por debajo de la necesaria para el relevo generacional. Promover esto ha sido una irresponsabilidad con matices suicidas, aparte de una inmensa estupidez, porque ningún estado puede sobrevivir sin ciudadanos.

Por otro lado, son tan obvias las nefastas consecuencias en el futuro de las políticas anti-matrimoniales en que se empeña desde hace años  la ideo-patología dominante en el Poder político de las sociedades occidentales, que difícilmente pueden comprenderse como un fin en sí mismas. Más bien parecen, simple y llanamente, un instrumento más para un objetivo más amplio: la pretensión del desmantelamiento de toda influencia del Cristianismo en nuestra sociedad. Para ello están dispuestos, incluso, a ponerla en riesgo de supervivencia.

Una última reflexión. El matrimonio civil hoy no tiene nada que ver con mi matrimonio cristiano, es más, yo soy el primero que no quiere la equiparación entre ambos, pues a aquél le han quitado todo su valor y, además, está penalizado, “de facto”, por las leyes. No veo ningún sentido, en estas circunstancias, que un matrimonio por la Iglesia conlleve necesariamente el matrimonio civil. Deberían ser cosas totalmente independientes, a elección de los esposos.

Sería, pienso, muy interesante, que los esposos pudieran contraer matrimonio por la Iglesia y no por lo civil. Evitarían ser “equiparados” y perjudicados. En algún sitio he leído que algún sacerdote lo hacía, casar a los novios “en secreto”, pero que alguien lo denunció y desconozco si ha sido amonestado o sancionado por ello.

“Jesús respondió: ¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, varón y mujer los hizo, y dijo: ‹‹Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará con su mujer y serán los dos una sola carne››?. De modo que ya no son dos sino una sola carne. Por consiguiente, lo que Dios unió, no lo separe el hombre.”  Mt 19,4-6

Hasta el próximo artículo, si Dios quiere.

Winston Smith

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