El colapso del Orden Cósmico Inmutable, el descrédito
de la Autoridad que mantenía la Verdad y la experiencia de la inseguridad del
conocimiento sensible, fueron los factores que liberaron los impulsos del
comportamiento más gregario, los originados en la voluntad de Poder, sometidos
hasta el momento por una Razón práctica que se había apoyado en ese Orden para
definir lo Bueno y lo Malo. Estos impulsos dieron lugar a movimientos que se
expresaron, desde entonces y en los siglos siguientes, a través de continuas
rebeliones y múltiples conflictos, tratando de imponer diferentes ideas,
diferentes modelos para un nuevo orden y una nueva verdad, una nueva definición
del Bien y del Mal.
Este cuestionamiento de la Verdad, este
levantamiento contra la Autoridad que la sustentaba y transmitía, absolutamente
jerarquizada, que nace en Dios y de Él la reciben emperadores, reyes y nobles
en el ámbito del Poder temporal, y el Papa, obispos y clérigos en el religioso,
tuvo carácter generalizado, y hasta descontrolado, afectando todos los ámbitos
de la sociedad, dominándola culturalmente, desplazándola progresivamente desde
el Teocentrismo medieval al Antropocentrismo que marcó todos los
movimientos filosóficos y políticos que le han sucedido desde entonces.
Así, en el ámbito temporal, la materialización más
relevante del cambio moral operado a partir de ese cuestionamiento y de su
rebelión, se evidenciará siglos después, con el atrevimiento a justificar
formalmente la violencia, incluso el homicidio, como instrumento para conseguir
fines políticos. Así, a mediados del siglo XVII, Locke, filósofo empirista
inglés políticamente opuesto al absolutismo, legitimó, dando soporte filosófico
a la pretensión de que el fin justifica los medios, la ejecución del rey
absolutista Carlos I de Inglaterra, hecho necesario para la llegada al Poder de
un rey parlamentarista, afín a las ideas del filósofo. En el siglo XVIII, la
rebelión de las colonias americanas contra el rey de Inglaterra y su
independencia como Estados Unidos de América, demostró de nuevo que el poder de
los reyes no es inquebrantable y que puede existir un estado sin monarquía. Este
contagio provocó en Francia una horrible guerra civil y poco a poco fue
extendiéndose por muchas colonias europeas en los dos siglos siguientes,
sembrados de conflictos bélicos de carácter independentista.
En el ámbito religioso, en el siglo XVI, el ejemplo
más ilustrativo, la rebelión, el enfrentamiento directo de Lutero frente a la
autoridad de la Iglesia, dando lugar al cisma protestante, una Iglesia
reformada que no admite la autoridad del Papa ni de los Concilios y defiende
una interpretación individual y libre de la Biblia.
Con el paso de los siglos, la rebelión que se había
iniciado contra la autoridad de los hombres que representaban a Dios en la
Tierra, terminaría siendo contra la del mismo Dios. Así, a finales del siglo
XIX, Nietzsche llegará a afirmar que “Dios ha muerto” y que el hombre es el
nuevo dios, un dios terrenal que se vale de la voluntad de poder para imponer
su ley a los demás.
En el campo moral, también resultó de suma
importancia el ejercicio de “tanteo y retracto” extendido a las graves transgresiones
de la Moral objetiva derivada de la Verdad absoluta. Dicho ejercicio condujo a
la experiencia de que “no pasa nada” por ello, antes bien, se obtenían
beneficios. Se había hecho, y sin
consecuencias, lo que no se había podido ni plantear antes por ser contrario al
mismo Dios, y, por tanto, merecedor seguro
de catástrofes universales... Se experimentó, sin embargo, que es posible
arrebatar el Poder y matar al soberano, que es posible enfrentarse a la Iglesia
y construir otra nueva... Y no sobreviene ningún cataclismo, no pasa nada que
no sean las propias consecuencias de los enfrentamientos, no pasa nada excepto
que la Moral objetiva inicia su derrumbe, y la conciencia, consecuentemente, su
declive. Porque sólo una fuente de moralidad externa a mí, es decir, objetiva,
puede fijar un Bien y un Mal que no cambian según mis intereses. Por el
contrario, una moralidad subjetiva, en la que el hombre define lo bueno y lo
malo, es, inevitablemente, cambiante y dependiente de sus intereses y conveniencias
circunstanciales. Difícilmente proporcionará fuerza suficiente a los individuos
para superar y soportar consecuencias adversas derivadas del cumplimiento del
deber, del compromiso, de la fidelidad, de la lealtad y del sacrificio. En
definitiva, sin fundamento externo, la moral subjetiva desciende hasta el punto
en el que el motor de los actos humanos se reduce al interés o conveniencia, al
deseo y la apetencia, al placer y al disfrute: El “ego” es el centro de todo
y todo se instrumentaliza para su
beneficio. El Antropocentrismo conduce
progresivamente al egoísmo como fundamento y perspectiva de las relaciones
interpersonales. La Moral objetiva exige de mí un comportamiento con arreglo a
unos principios, la moral subjetiva termina siendo, simplemente, la
justificación de lo que hago. Es decir, la moral subjetiva desemboca con el
tiempo en la amoralidad, en la eliminación del Bien y del Mal, del sentido del
deber y la obligación, sustituyéndolo por lo que me conviene y me hace
disfrutar. Y sin Moral, la conciencia queda reducida a una estructura vacía e
inoperante, y la libertad, también. Es sólo cuestión de tiempo.
El hombre post-medieval se enfrentó a un dilema:
Asumir una Moral objetiva y exigente necesitaba el soporte de una Verdad de la
que ya no tenía pruebas tangibles, de la que había empezado a dudar,
comprobando que, además, cuando se atrevió a incumplirla y vulnerarla
gravemente para su provecho, no había pasado nada. Sólo le quedaba el apoyo en
una Fe y una Tradición que le explicaban la Verdad revelada por Dios, una Fe que sitúa el destino humano en una vida
eterna tras una resurrección, fuera de este mundo temporal, en la que hay Cielo
e Infierno, transmitida por aquellos que le habían explicado el Orden Cósmico
Inmutable que acababa de colapsar, revelándose falso por la propia razón
humana.
La Edad Media había terminado, cronológica y
filosóficamente.
III
RAZÓN, FE Y EXPERIENCIA VITAL
Tras el colapso del empeño unificador de las
verdades conocidas por Razón y Fe en la Europa medieval cristiana, ¿quedó algo
más que la Fe recibida y transmitida por la Tradición cristiana y el testimonio
que de ella dieron muchos, como soporte y prueba de la Verdad revelada que
promete una vida eterna, ajena al tiempo, tras la resurrección de los muertos,
en la que habrá Cielo e Infierno, Paraíso y Condenación, como premio o castigo
de los actos, intenciones y decisiones de nuestra vida terrena, conformes o no
a la voluntad divina?
Ciertamente, para cualquier ser humano, la veracidad
de la gran mayoría del conocimiento que adquiere en su vida no procede de la
propia experiencia, sino de creencias que descansan en la autoridad de quienes
se lo transmiten. Es imposible que una persona pueda, por sí sola, demostrar
experimentando todo lo que aprende, sino que acude al estudio para incorporar
el conocimiento de otros y apoyarse en él, en la confianza de su veracidad por
venir de quien viene, por la autoridad que le reconoce. Todos tenemos multitud
de “postulados” sobre los que se asienta nuestro conocimiento, sobre los que lo
construímos.
En los asuntos de la razón teórica, es decir, del
conocimiento de la realidad del mundo, este apoyo en el testimonio de otros es
más fácil, pues es menos comprometido desde el punto de vista personal. En el
fondo, a mí me da lo mismo que existan, o no, protones y electrones, a los que
nunca veré personalmente. Ahora bien, en las materias de la razón práctica, la
que se emplea en las decisiones y actos de nuestra vida... la aceptación del
testimonio de otros como base moral de nuestra propia conducta tiene mayores
consecuencias sobre uno mismo, sobre la propia felicidad posible, ya que define
el sentido del deber y valora nuestros vínculos personales.
Sin embargo, para el individuo post-medieval, la
experiencia vital del infortunio, de la penuria, de la frustración ante las
adversidades y de la injusticia, estimulaba grandemente una percepción interior
de la dimensión sobrenatural de la realidad del hombre y del mundo, que
asentaba y mantenía, mediante la esperanza, la Fe cristiana y sus preceptos
morales, como postulados de la razón práctica para decidir sobre sus actos.
De modo que la experiencia de las duras
condiciones de la vida fue el sostén que apuntaló la bóveda del Orden Inmutable
cuando se precipitó en el vacío el pilar del conocimiento humano, el puente que
permitió salvar el abismo abierto entre la dimensión física y la espiritual de
la única realidad humana completa.
Pero este puntal fue provisional y cedió a medida que el avance científico iba
propiciando un desarrollo tecnológico y unas técnicas que fueron suavizando
progresivamente las condiciones de vida, haciéndola cada vez más fácil, menos
expuesta, más segura, induciendo en el hombre europeo renacentista y
post-renacentista un sentimiento de autosuficiencia creciente, de confianza en
la propia capacidad; promoviendo una vida más cómoda y con una menor
dependencia de los demás, menores sufrimiento, esfuerzo y sacrificio;
permitiendo un mayor disfrute de los placeres terrenales. Siglos después, tras
la declaración de “la muerte de Dios”, el hombre se dirá a sí mismo que no
necesita ninguna vida eterna en el Cielo, pues el Paraíso se lo puede construir
a sí mismo en la Tierra, erradicando con su ciencia el sufrimiento, el
sacrificio y todo aquello que le moleste, le limite o incomode, adoptando como
principio ético que “el fin justifica los medios” y disfrutando de su vitalismo
al máximo, en toda la extensión de sus sentidos, con toda su fuerza y su
voluntad de poder, en toda plenitud de facultades físicas y mentales, gracias a
esa ciencia, y cuando aparezcan los primeros indicios de la decrepitud,
fundirse en la materia y desaparecer.
Y como siempre, hasta el próximo artículo, si Dios quiere.
Winston Smith
Imagen tomada de contraquerencia.blogspot.com